Bienvenidos queridos queluches - o los que hayan logrado sobrevivir a largos meses de rotundo pero justificable abandono - a un nuevo post, a una nueva yo, trastornadamente encantadora.
Desde luego, la bipolaridad no es un estado que desee sumar a mi colección de características personales poco felices, razón por la cual paso a explicar en detalle en qué consiste tal duplicidad.
La acrobacia en extremos se ha vuelto involuntariamente mi deporte predilecto. No recuerdo con precisión en qué momento de mis días me asocié al Club de la Ciclotímia, a este maldito vaivén de sentimientos encontrados... bah! que no se encuentran, se estrellan frenéticamente entre sí cual partículas en la Maquina de Dios.
En ocasiones, pienso en mi cabeza como la representación ¿tierna? de un juego de autitos chocadores fuera de control, encimados, atravesando las paredes contenedoras y atropellando gente (nótese: la gente atropellada era "mala").
Oscilo entre pasos calculados de una estatua de hielo que poco entiende de pasiones y un ser impredecible impulsado por los caprichos más absurdos pero, desde luego, encantadores. ¡Te digo que me regales la Luna!
...
Mi versión racional reflexionaría: "Es evidente que no vas a darme la Luna; está lejos, es grande y encima está toda poceada. Es más, creo que no la quiero, es tan sólo la visión de ella - así ... toda coqueta e inmersa en el infinito - que me hace falsamente desearla".
Pues bien, mi yo reflexivo es de vencimiento rápido y esperable. En cuestión de una noche, obsequio mi racionalidad a la cama y salgo a pasear sin ella, desnuda de conciencia y derrapando en las mismas curvas.
Ufffffff ¡Que quiero la Luna ya!